Sobre el enigmático silencio de algunos poetas, o sobre las razones que les llevan a dosificar mucho sus publicaciones, he reflexionado ya en numerosas ocasiones, y la primera de ellas fue, hace 20 años, precisamente en el prólogo de “Testimonio del ansia”, primer libro en solitario del poeta José Mª González Ortega. Y más recientemente, en “La musa a la deriva”, refiriéndome a ese diabólico triángulo de la literatura que es el ser, el estar y el perdurar, he dejado escrito lo siguiente: “escribir mucho o escribir poco, a la larga no importa demasiado. El fino cedazo del tiempo acaba imponiendo siempre la pauta de sus mallas caprichosas. El misterio por el que un autor o una obra se hacen perdurables no es, obviamente, una cuestión de cantidad, sino de calidad…”
Uno de estos casos extremos es el de J. Mª González, que tras la edición en volumen colectivo de “La voz de la raíces” (1979) publicó su primer libro en solitario (el citado “Testimonio del ansia”) en 1998, y tuvieron que transcurrir once años más hasta que se decidiera a publicar el que era, hasta la fecha, su segundo y último poemario, “Hablar con el silencio”. Su actividad literaria, sin embargo, se ha manifestado también en la crítica, que ejerce asiduamente en el diario Lanza, y asimismo ha desarrollado una notable labor como antólogo, de la que dan fe las antologías “Ciudad Real: poesía última” (1984) y “Detrás de las palabras. Posguerra y Transición en la poesía de C. Real” (2009).
A esa breve producción editorial viene a sumársele ahora el título “Alas rotas que arden”, publicado con el nº 35 en la colección bibliográfica “Manxa” del Grupo Literario Guadiana. Un volumen que recoge 23 poemas que, ya desde la doble dedicatoria inicial, focalizan su tema y su sentido en el dolor de las pérdidas y en el ámbito de la elegía. Poemas que, fieles a la estética reconcentrada de su autor, aparecen escritos con “palabras que giran sobre la muerte” y con los que se pretende, de algún modo, restañar heridas, suturar recuerdos rotos, o expresado en sus propias palabras, “recomponer alas rotas del alma”.
En esos mismos términos metafóricos (“alas rotas que arden”) es como aparece definida la palabra poética en el verso final del último poema, que a su vez da título al libro. Porque para José Mª González Ortega los versos se convierten en una presencia votiva y ardiente, símbolo de la pervivencia en la memoria. Símbolo también, el de las alas rotas, de la perdida libertad, como se asegura en el poema 18.
Con un lenguaje sintético y un discurso contracto que tiende a prescindir de nexos y de signos de puntuación, en estas composiciones los versos adquieren también una disposición silábicamente expansiva, de manera que los poemas se configuran formal y visualmente en bloques estróficos que semejan pirámides truncadas. Es como si con ello el poeta hubiera pretendido simbolizar, materialmente, los tres vértices temáticos sobre los que se sustenta su edificio poético: el amor, la muerte y el poder redentor de la palabra poética.
Un conjunto de poemas, “conectados al dolor y la sombra”, y escritos desde la desnudez del alma y desde la pasión encendida del sentimiento. Centrados los de la primera parte en la figura del padre muerto, y los de la segunda en Eva, su fiel compañera; ambas figuras, nostálgicamente evocadas, se convierten en dos presencias que resultan aún vivas y protectoras para el poeta. Y es que, una vez más, aunque las alas se hayan roto en pleno vuelo, las palabras se convierten en una manera de luchar contra el olvido y en un modo de iluminar la sombra y las cenizas.
Pedro A. González Moreno
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