15 abr 2018

Convivir con la herida, por Federico Gallego Ripoll

Alas rotas que arden. José María González Ortega, Revista Manxa (Colección bibliográfica). Grupo Literario Guadiana. Ciudad Real, 2017. 

A veces es lícito escribir con el vacío, con el hueco que tiene como límite los límites del hombre; crea el dolor, por ósmosis, la frontera de un mundo que late y comunica la pérdida constante, la preponderancia de desangrar despacio las vísceras heridas, la conciencia, la memoria, la experiencia de un ir dejando de ser, lo que a su vez, de esa manera, se es cada vez más y con mayor conocimiento y con más libre altura. 

La poesía, que como todo lo hermoso es pura paradoja, sirve también para sanar mientras impide que cicatrice la llaga. José Mª González Ortega (Ciudad Real, 1958) lo ha entendido muy bien, o ha sido entendido muy bien por su propia circunstancia: se trata de convivir con la herida y asumirla como se asume lo inevitable, la propia muerte o, lo que a veces es más difícil y doloroso tras la muerte de los que amamos, la propia vida. 

 Ilustración de Federico Gallego Ripoll

Escribir para los ausentes, nuestros muertos, es hacerlo para la propia conciencia y, desde ella, para la conciencia del mundo que es la de cuantos lo limitamos o destruimos. Preservar su memoria es consolidar nuestra propia estela, el hito que acredita que vamos siendo ese ir siendo, ese ir caminando hacia el lugar más claro de la experiencia, afuera del jardín. Nada entonces ha de pesar. La poesía, que generalmente es patrimonio del aire, liberada de su compromiso con la tierra y el fuego, elementos también de su sustancia, deviene en aire líquido, balsámico, consolador, agua aérea que sana al nutrir el dolor con su lluvia pacífica, con su lento llorar sobre las cosas. 

En Alas rotas que arden, González Ortega deslíe la vehemencia de su poesía vibrante y luminosa, reposando la voz en un gesto calmado que reconoce los perfiles más nítidos del mundo, los más elementales, y lo hace desde el amor sosegado por cuanto es humilde e importante y sostiene la vida permitiendo que el oro, y la cima de los árboles y la nieve, y hasta la impostura de los que aún se creen imprescindibles, brillen desde la espuma de lo efímero. Sosegando su tono, escribiendo con el hueco y la pérdida, establece su poesía en lo ya definitivo porque, ¿quién nos podrá quitar lo que ya hemos perdido? 

La madre ausente, el padre ausente, el buen amor ausente, le otorgan la libertad de no haber de ceñirse a peso alguno, y el verso estilizado baja o sube descinchado, desnudo, sin otra servidumbre que la de su propio ir liberando de lastre la conciencia del hombre que al hacer recuento de sus propios vacíos y sus propios dolores nos enfrenta a los nuestros, pues, ¿en qué casa no habita esta tristeza? 

Los poemas se establecen como sutiles columnas ascendentes conformadas de un material ingrávido, pues se producen desde un no espacio y un no tiempo, ya traspasado y asumido el límite del dolor. ¿Quién podrá sujetar esta palabra del poeta que se alza como una escala de humo blanco, una oración de gratitud o desamparo, un irse peldaño a peldaño constituyendo en consecución de la pérdida, en su afianzamiento, “inútil / es llorar / poeta ruiseñor”, desde la humildad de un canto desasido de cualquier atadura y de cualquier propósito ajeno al largo lamento donde halla consuelo y respuesta: la única respuesta y el único consuelo posibles, los del reflejo de la aflicción de cada lector de esta poesía que de manera tan sabia apela a esa experiencia común del desarraigo que es nuestra sustancia básica. “Padre / manantial / entre mis labios/ apacible silencio camino del olvido.” 

No es preciso apelar a la sonoridad rotunda de ciertas palabras escogidas, ni propiciar una atmósfera de contundentes sonidos, o giros, distorsiones lúcidas del fraseo esperado. Basta aquí con apelar a lo más sencillo del lenguaje, el que pueden compartir sin sobresalto el niño que ha perdido a la madre, el joven que ha perdido a su amor, el hombre vulnerable ya herido de heridas insalvables que ha perdido a su padre, casi su última pérdida posible, más allá de la de sí mismo, que siempre será ganancia. “Verbos / centauros / escorpiones / almas abandonadas / niños desnudos para siempre.” 

Así, González Ortega deja escapar su escritura hacia las nubes desde el crisol pequeño de la orfandad en la que se produce. Y al hacerlo de forma tan sosegada prende a la suya nuestra mirada alzándonos hasta el azul del abandono y la misericordia. 

El hombre huérfano, como el padre, de la madre, se hace padre del padre e hijo del amor que con su pérdida le ha sumido en la mayor de las posibles soledades, la del propio intento de verticalidad en el desconsuelo del paisaje, asunción de un destino y un camino carentes de la música anhelada. “El rumbo tiene poca trascendencia.” 

Si al nombrar, el poeta pone cuerpo y afecto a lo nombrado, si le presta entidad, en Alas rotas que arden lo que toma presencia es el aroma de lo que se ha perdido, el tibio hueco del amor siempre yéndose, no terminando nunca de partir porque son los poemas, bálsamo y conjuro, quienes mantienen detenido ese instante, atado al corazón y a la azotea, “alondra vulnerable”, “niña / del alma”, siempre al borde de alzarnos para siempre -un siempre inabarcable- a un aroma imposible, “rosas / del corazón”. 

José María González Ortega ha venido a aquietarse en la luz de la ausencia. Poeta más de la oralidad que de la edición impresa, su rigor y exigencia han comprometido la justa difusión de sus poemas, que debieran haber aparecido con mayor regularidad y frecuencia. Sus tres títulos previos: La voz de las raíces, Testimonio del ansia, y Hablar con el silencio, son muestra de una poética vehemente y jugosa, de una luminosidad subterránea de connotaciones órficas que favorecen ese aparente desinterés por la edición de sus poemas, más fiados a una difusión hablada que le vincula al origen de la poesía como acción catártica y liberadora que se produce y cristaliza en el momento en que el bardo, el poeta, accede al alma del oyente mediante su voz. La poesía (cuya importancia radica en su posibilidad de acontecer) acontece en tiempo presente cuando José Mª González Ortega dice sus poemas. Sin duda el más puro y maldito de los poetas de su generación, se prodiga poco en títulos nuevos que reúnan y compartan la permeable luz negra de sus poemas, mientras -esa es la paradoja- dedica su tiempo y su esfuerzo en antologar a otros poetas, estudiarlos y difundirlos sin ninguna reserva, incansable y generoso. Es por eso muy de agradecer que la revista Manxa del Grupo Literario Guadiana de Ciudad Real, haya publicado con el nº 35 de su “Colección bibliográfica” este breve poemario tocado por la gracia, articulado en 23 fragmentos que se muestran en el límite del desasimiento, cuando los pasos del hombre se confunden con el vuelo del ángel que se ha cobrado nuestro amor como pieza de caza vulnerable, dejándonos el hueco de la herida. 

A la manera de fumarolas que desvelan la combustión subterránea de un mundo cuya esencia estriba en lo mutable y lo sutil, estos poemas emergen desde la humildad de una publicación anexa a una revista que da voz al grupo poético Guadiana, fundamental en la poesía de Ciudad Real y su entorno, demostrando que también lejos de los grandes núcleos de influencia se puede generar y compartir una excelente poesía. El rigor con que Alas rotas que arden establece un territorio de depuración del lenguaje donde la vehemencia innata de González Ortega se interioriza y contiene, aporta una mayor tensión dramática a una poética que siempre se ha basado en la consideración del poeta como una entidad intelectual que actúa en el envés de la actividad ordinaria de la vida, rozándola por encima y –sobre todo- por debajo, en territorios de exposición perpetua a lo terrible y sobrecogedor, siempre a un centímetro del dejar de ser. En su “Poética” de la antología Detrás de las palabras: Postguerra y Transición en la poesía de Ciudad Real, que él mismo coordinó e introdujo, asume, refiriéndose a la condición de poeta, la cita de Borges de El informe de Brodie, que dice: “Sienten que lo ha tocado el espíritu; nadie hablará con él ni lo mirará, ni siquiera su madre. Ya no es un hombre sino un dios y cualquiera puede matarlo”. Ahí se evidencia la condición cercana a lo numinoso, inevitable, que otorga al acto poético, siempre transformador de la condición humana del poeta. 

Porque en esta poesía no es tan fundamental lo que se experimenta, sino el cómo se experimenta. De ahí ese malditismo contemporáneo en que José María González Ortega suele guarecer su poesía y su escaso interés por la edición de una obra que, de ser más difundida, estaría entre las de más alta consideración de esta época-dragón de mil cabezas.


Alas rotas que arden se construye sobre lo descarnado de la voz del hombre que se siente expoliado de su condición de sujeto del amor. No hay mayor intemperie que la de quien se encuentra a cobijo de su propio desasimiento. Es el lamento de ese Segismundo connatural que a todos nos vertebra y que se exterioriza en los momentos límite, cuando, afligidos, desearíamos que realmente fuera un sueño la vida. El poeta aquí anhela ascender por la propia escala que sus palabras construyen, hacia otra existencia, quizás ideal, quizás asumida pese a su irrealidad; pero los pies se hallan apresados en la rigidez de una base horizontal, pesada, que lastra y retiene. Así, lo alto del poema puede decir “Preparar / buena tierra” mientras su raíz habla de “latidos que sangran / y permanecen silenciosos”, o retener un “Final / del túnel” mediante una “exclusiva soledad / necesario regreso al corazón”; o “Eva” (en lo alto) y “Siempre / la necesito / como si fuera mía” (en su base). Se podría abundar en otras citas que reforzarían siempre esta ascensión retenida de los poemas, a la manera de las figuras del Greco o de Parmigianino. El peso de la vida. El peso, “como fuerza con que la Tierra atrae un cuerpo”, mientras el espíritu sale y entra de él alertado por el dolor siempre despierto en pos de lo imposible. 

La cruel belleza de lo terrible habita en estos versos que inevitablemente nos habitan, porque ser habitante y habitado forma parte del pacto con el amor que nos da sentido, y con su hueco, que nos sigue sosteniendo cuando creemos que ya nada queda capaz de sostenernos. Estos versos. Desde ellos, José María González Ortega, continúa su marcha (“soñar versos”), y nosotros con él. 

FEDERICO GALLEGO RIPOLL. Palma de Mallorca.

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