En poco más tres meses, lo
que va desde mediados de enero a primeros de mayo, han llegado a mi
mesa de lectura y alguno de sus cajones, además de otros títulos
foráneos, siete libros de otros tantos poetas y escritores (mejor fuera
escribirlo con guión o barra poetas/escritores), de Ciudad Real y su
provincia, lo que justifica el valor cultural que se cultiva y crece, se
desarrolla por buena parte de nuestra tierra.
Nunca la producción literaria en la provincia, o de la provincia, fue más rica ni abundante, acaso tampoco de mejor calidad en su conjunto. Siete libros-siete: cinco en verso y dos en prosa poética, porque, insisto, los trabajos vienen de poetas. Qué tiempos aquellos cuando, apenas tres cuartos de siglo atrás, publicaba solo o casi solo Juan Alcaide; al menos sólo Alcaide era el poeta que sobresalía en nuestra provincia.
Cierto que, hace menos de una centuria, el analfabetismo alcanzaba en España cuotas increíblemente altas y Ciudad Real no escapaba de tan lacerante sello. Para justificar un poco este aserto, tomo un breve apunte que hacen Antonio Luis Galán Gall y Agustín Muñoz-Alonso López en su libro “Francisco García Pavón: el hombre y su obra”, cuando se refieren al Tomelloso de 1920, con 21.500 habitantes de los que el 60 % de los hombres y el 80 % de las mujeres eran analfabetos. Luego, es de admirar y elogiar cómo gracias al impulso y deseo de los hombres y mujeres, de la sociedad en conjunto, todo cambió para mejor de la cultura y los humanos. Quizá venir a contar esto a parte de los adolescentes, puede parecerle que nos estamos refiriendo a la prehistoria; pero no, el hecho estaba ahí, a nivel de cuando alguno de sus abuelos se incorporó al servicio militar y los propios compañeros, más adelantados en el saber, le enseñaron como tarea principal a leer, a escribir y las cuatro reglas.
Con la evolución socio/cultural se elevaron los niveles en todo, y en positivo. Surgieron en nuestros pueblos, y para las letras españolas, nombres que ya nos dejaron sus obras, como fueron, junto al ya mencionado García Pavón, Ángel Crespo, Eladio Cabañero, Sagrario Torres, etc... Y luego el numeroso rol de otros también fallecidos y más aún vivientes que, en los últimos cuarenta años, han hecho y tienen méritos para que Ciudad Real y su provincia ocupen lugar en el podium, ayer Parnaso (si es que aún lo hubiera) de la poesía española.
Siete libros-siete de otros tantos poetas nacidos en nuestra provincia han llegado a mi casa y a mi mesa en muy breve espacio de tiempo; incluso por rumores verbales de tertulias y noticias de prensa sabemos que en el transcurso de estos mismos meses se han publicado varios más. Siete muy dignos libros me acaban de llegar, junto a otros que evitaron este mismo camino, hacen de nuestros poetas un conjunto de voces como para que alguien más cercano a mayores entidades difusorias e influyentes se hicieran eco del valor de sus mensajes y el mérito de sus palabras; organismos que apoyar debieran sus pasos (nuestros pasos) del mismo modo que lo prestan a personas foráneas, sin desmerecer para nada los méritos que pueda haber en éstas, porque el buen paño ya no se vende en el arca. Pero, no. Muchos de estos “poderosos” y sus consejeros parecen no leer. Acaso se dejan llevar por el eco del pájaro cantor más cercano o, lo que es peor, como escribiera Machado: “No distinguen las voces de los ecos”.
Siete libros-siete:
Francisco Caro (y reflejo nombres y títulos por el orden alfabético en apellidos de autor) llega con “Calygrafías”, volumen que le ha valido el “PremioAteneo Jovellanos” de Gijón, donde el poeta muestra una vez más esa poesía desnuda y pura que hace del suyo (si se me permite una primera calificación personal), un estilo netamente “cariano”, con el que ha sabido abrir un amplio y rápido camino en la poesía nacional. Caro es uno de esos puntuales ejemplos que han surgido estos últimos años en la poesía española, donde el mérito no es su largo historial poético sino lo acertadamente con que han llegado y lo bien que escriben.
Pedro A. González Moreno, desde la BAM que apoya la Diputación Provincial de Ciudad Real, aparece con “Más allá de la llanura”. Volumen que supera las doscientas setenta páginas, y con atinada prosa poética describe algo que, acertadamente, va más allá de la Llanura manchega, pero que discurre por ella contándonos su historia, haciéndonos ver su paisaje urbano y rural, tan para gozo y disfrute del viajero y del turista que alguna de esas entidades “poderosas” a que ante me he referido bien podrían declarar su lectura de interés turístico, sobre todo para viajeros que buscan algo más que el recreo de la vista.
José-María González Ortega, desde también su desnuda palabra y en la colección Ojo de Pez, nos da su poemario “Hablar con el silencio”, de humanísima entraña. Toda su bondad se hace entrega en la poesía que, desde el recuerdo y gratitud de los poetas muertos que le fueron maestros con su obra, se dirige también a quienes vivos le son amigos y, ¿por qué no?, alguno que otro también impulsor de su verso. Humano y poeta, González Ortega, es un ejemplo de bondad en este no tan generoso mundillo del espíritu.
Manuel Juliá Dorado, desde Almud Ediciones, que dirige Alfonso González Calero, nos llega con “Cuarenta latidos”, dos decenas –nos dice en su entradilla- de “fábulas sobre la vida y la muerte”, y que nos muestran la verdadera vocación del hombre mientras se sabe a gusto dándole impulso a la palabra a través de su belleza y su humanismo.
En estos artículos la prosa es poesía, el periodismo es literatura; no en vano vienen desde la realización de un poeta. Y como en Pedro A. González, aunque no tan directamente, el trabajo es un ejercicio que hace más hermoso nuestro paisaje y nuestra vida: “Todo tiene su sentido exacto”, no dice, y puede confirmarse en su lectura.
Francisco Mena Cantero, publicado en Ediciones Vitruvio, nos hace entrega de su libro “Escrito en tierra”. Desde cuya terrenalidad el poeta está buscando un cielo, un cielo de gloria para su alma cristiana, y, porqué no, otro también para su obra poética. Y, por cuanto podemos considerar los amantes del verso, este último al menos, bien merecido por el esplendor, rectitud y seriedad de su poesía a lo largo de toda una vida. Mena Cantero sabe imprimir, no sólo en éste sino en su ya reconocido quiñón temático, el sello personal de un estilo que hace su nombre vital en nuestro panorama del verso.
José Luis Morales, con “El viento entre las ruinas”, se alzó en esta ocasión con el premio “Miguel Hernández” que concede el Ayuntamiento de Orihuela y que publica Hiperión. José Luis aborda aquí el tema que hoy sirve a muchos de nosotros como surtidor poético: la infancia. A mí no me sorprende el tema porque ya me es “familiar” desde mis primeros libros. Pero es que, además, este fernambucano lo aborda y logra con toda precisión y con todo el humanismo estético que ello refiere, si bien lo que estamos viendo y viviendo es un caserón, hoy deshabitado, en La Puebla en la margen del río Jabalón.
De Antonio Ruiz López de Lerma es el último poemario (en fechas) que he recibido. Esto hace apenas quince días. Lo titula “El viento entre las ruinas”, y, como alguno que otro ya reseñado, su tema es la infancia y el recuerdo. “Se canta lo que se pierde”. Es éste un acertado verso machadiano, que casi todos conocemos y repetimos, ejemplarizamos en la construcción de la obra, porque encierra una pura verdad estética. Ruiz López de Lerma no es una excepción; pero sucede que en este poemario, el poeta valdepeñero, se expresa más que en otros utilizando el modelo de varias estrofas clásicas: soneto, octava real, décima, quintilla, redondilla, etc; donde, sin duda, intuimos su rebeldía contra el verso llamado libre, cuando nunca lo es plenamente.
Siete libros-siete, siete nombres de poetas nacidos en nuestra provincia. Pero sin duda hay bastantes más, algunos hasta con Premio verdaderamente Nacional, y que no hemos nombrado; otros, que jamás se presentaron a certámenes, pero con una obra respetada y querida en toda España. Y los otros, los que sí cuentan con galardones, aunque lo importante no sea esto, sino la obra. Ésta, éstas, que en la individualidad del colectivo, con el desarrollo de las cuatro últimas décadas, ha hecho que poéticamente, nuestra provincia, esté viviendo su Tiempo de Oro en las Letras.
Nunca la producción literaria en la provincia, o de la provincia, fue más rica ni abundante, acaso tampoco de mejor calidad en su conjunto. Siete libros-siete: cinco en verso y dos en prosa poética, porque, insisto, los trabajos vienen de poetas. Qué tiempos aquellos cuando, apenas tres cuartos de siglo atrás, publicaba solo o casi solo Juan Alcaide; al menos sólo Alcaide era el poeta que sobresalía en nuestra provincia.
Cierto que, hace menos de una centuria, el analfabetismo alcanzaba en España cuotas increíblemente altas y Ciudad Real no escapaba de tan lacerante sello. Para justificar un poco este aserto, tomo un breve apunte que hacen Antonio Luis Galán Gall y Agustín Muñoz-Alonso López en su libro “Francisco García Pavón: el hombre y su obra”, cuando se refieren al Tomelloso de 1920, con 21.500 habitantes de los que el 60 % de los hombres y el 80 % de las mujeres eran analfabetos. Luego, es de admirar y elogiar cómo gracias al impulso y deseo de los hombres y mujeres, de la sociedad en conjunto, todo cambió para mejor de la cultura y los humanos. Quizá venir a contar esto a parte de los adolescentes, puede parecerle que nos estamos refiriendo a la prehistoria; pero no, el hecho estaba ahí, a nivel de cuando alguno de sus abuelos se incorporó al servicio militar y los propios compañeros, más adelantados en el saber, le enseñaron como tarea principal a leer, a escribir y las cuatro reglas.
Con la evolución socio/cultural se elevaron los niveles en todo, y en positivo. Surgieron en nuestros pueblos, y para las letras españolas, nombres que ya nos dejaron sus obras, como fueron, junto al ya mencionado García Pavón, Ángel Crespo, Eladio Cabañero, Sagrario Torres, etc... Y luego el numeroso rol de otros también fallecidos y más aún vivientes que, en los últimos cuarenta años, han hecho y tienen méritos para que Ciudad Real y su provincia ocupen lugar en el podium, ayer Parnaso (si es que aún lo hubiera) de la poesía española.
Siete libros-siete de otros tantos poetas nacidos en nuestra provincia han llegado a mi casa y a mi mesa en muy breve espacio de tiempo; incluso por rumores verbales de tertulias y noticias de prensa sabemos que en el transcurso de estos mismos meses se han publicado varios más. Siete muy dignos libros me acaban de llegar, junto a otros que evitaron este mismo camino, hacen de nuestros poetas un conjunto de voces como para que alguien más cercano a mayores entidades difusorias e influyentes se hicieran eco del valor de sus mensajes y el mérito de sus palabras; organismos que apoyar debieran sus pasos (nuestros pasos) del mismo modo que lo prestan a personas foráneas, sin desmerecer para nada los méritos que pueda haber en éstas, porque el buen paño ya no se vende en el arca. Pero, no. Muchos de estos “poderosos” y sus consejeros parecen no leer. Acaso se dejan llevar por el eco del pájaro cantor más cercano o, lo que es peor, como escribiera Machado: “No distinguen las voces de los ecos”.
Siete libros-siete:
Francisco Caro (y reflejo nombres y títulos por el orden alfabético en apellidos de autor) llega con “Calygrafías”, volumen que le ha valido el “PremioAteneo Jovellanos” de Gijón, donde el poeta muestra una vez más esa poesía desnuda y pura que hace del suyo (si se me permite una primera calificación personal), un estilo netamente “cariano”, con el que ha sabido abrir un amplio y rápido camino en la poesía nacional. Caro es uno de esos puntuales ejemplos que han surgido estos últimos años en la poesía española, donde el mérito no es su largo historial poético sino lo acertadamente con que han llegado y lo bien que escriben.
Pedro A. González Moreno, desde la BAM que apoya la Diputación Provincial de Ciudad Real, aparece con “Más allá de la llanura”. Volumen que supera las doscientas setenta páginas, y con atinada prosa poética describe algo que, acertadamente, va más allá de la Llanura manchega, pero que discurre por ella contándonos su historia, haciéndonos ver su paisaje urbano y rural, tan para gozo y disfrute del viajero y del turista que alguna de esas entidades “poderosas” a que ante me he referido bien podrían declarar su lectura de interés turístico, sobre todo para viajeros que buscan algo más que el recreo de la vista.
José-María González Ortega, desde también su desnuda palabra y en la colección Ojo de Pez, nos da su poemario “Hablar con el silencio”, de humanísima entraña. Toda su bondad se hace entrega en la poesía que, desde el recuerdo y gratitud de los poetas muertos que le fueron maestros con su obra, se dirige también a quienes vivos le son amigos y, ¿por qué no?, alguno que otro también impulsor de su verso. Humano y poeta, González Ortega, es un ejemplo de bondad en este no tan generoso mundillo del espíritu.
Manuel Juliá Dorado, desde Almud Ediciones, que dirige Alfonso González Calero, nos llega con “Cuarenta latidos”, dos decenas –nos dice en su entradilla- de “fábulas sobre la vida y la muerte”, y que nos muestran la verdadera vocación del hombre mientras se sabe a gusto dándole impulso a la palabra a través de su belleza y su humanismo.
En estos artículos la prosa es poesía, el periodismo es literatura; no en vano vienen desde la realización de un poeta. Y como en Pedro A. González, aunque no tan directamente, el trabajo es un ejercicio que hace más hermoso nuestro paisaje y nuestra vida: “Todo tiene su sentido exacto”, no dice, y puede confirmarse en su lectura.
Francisco Mena Cantero, publicado en Ediciones Vitruvio, nos hace entrega de su libro “Escrito en tierra”. Desde cuya terrenalidad el poeta está buscando un cielo, un cielo de gloria para su alma cristiana, y, porqué no, otro también para su obra poética. Y, por cuanto podemos considerar los amantes del verso, este último al menos, bien merecido por el esplendor, rectitud y seriedad de su poesía a lo largo de toda una vida. Mena Cantero sabe imprimir, no sólo en éste sino en su ya reconocido quiñón temático, el sello personal de un estilo que hace su nombre vital en nuestro panorama del verso.
José Luis Morales, con “El viento entre las ruinas”, se alzó en esta ocasión con el premio “Miguel Hernández” que concede el Ayuntamiento de Orihuela y que publica Hiperión. José Luis aborda aquí el tema que hoy sirve a muchos de nosotros como surtidor poético: la infancia. A mí no me sorprende el tema porque ya me es “familiar” desde mis primeros libros. Pero es que, además, este fernambucano lo aborda y logra con toda precisión y con todo el humanismo estético que ello refiere, si bien lo que estamos viendo y viviendo es un caserón, hoy deshabitado, en La Puebla en la margen del río Jabalón.
De Antonio Ruiz López de Lerma es el último poemario (en fechas) que he recibido. Esto hace apenas quince días. Lo titula “El viento entre las ruinas”, y, como alguno que otro ya reseñado, su tema es la infancia y el recuerdo. “Se canta lo que se pierde”. Es éste un acertado verso machadiano, que casi todos conocemos y repetimos, ejemplarizamos en la construcción de la obra, porque encierra una pura verdad estética. Ruiz López de Lerma no es una excepción; pero sucede que en este poemario, el poeta valdepeñero, se expresa más que en otros utilizando el modelo de varias estrofas clásicas: soneto, octava real, décima, quintilla, redondilla, etc; donde, sin duda, intuimos su rebeldía contra el verso llamado libre, cuando nunca lo es plenamente.
Siete libros-siete, siete nombres de poetas nacidos en nuestra provincia. Pero sin duda hay bastantes más, algunos hasta con Premio verdaderamente Nacional, y que no hemos nombrado; otros, que jamás se presentaron a certámenes, pero con una obra respetada y querida en toda España. Y los otros, los que sí cuentan con galardones, aunque lo importante no sea esto, sino la obra. Ésta, éstas, que en la individualidad del colectivo, con el desarrollo de las cuatro últimas décadas, ha hecho que poéticamente, nuestra provincia, esté viviendo su Tiempo de Oro en las Letras.
Diario Lanza
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