“El alma del poeta
se orienta hacia el misterio.”
Antonio Machado.
Poeta, corazón abierto de par en par. Entre los mejores amigos (difícil elección), destaca Pedro Antonio González Moreno. Hace ya 37 años, la fortuna hizo que dos adolescentes inquietos se conocieran en Ciudad Real y fueran siempre como hermanos, dispuestos a compartir alegrías o penas, volar sin tener alas.
Escritor, ensayista, crítico literario, sabe lo que cuesta superar noches solitarias, percibir nuevos racimos de palabras bellas, imágenes ocultas en la memoria: desnudez, abismos, frágiles puentes rotos, refugios necesarios. Escribir es vivir -soñar- intensamente.
Premios valiosos avalan su trayectoria poética: Señales de ceniza (“Joaquín Benito de Lucas”, 1986), Pentagrama para escribir silencios (Accésit del “Adonais”, 1987), El desván sumergido (“Villa de Madrid-Francisco de Quevedo”, 1999), Calendario de sombras (“Tiflos”, 2005), Anaqueles sin dueño (“Valencia-Alfonso el Magnánimo”, 2010) y El ruido de la savia (“José Hierro”, 2013); más el volumen La erosión y sus formas (Antología, 1986-2006. Vitruvio, 2007).
Pedro Antonio González Moreno (Calzada de Calatrava, 1960), licenciado en Filología Hispánica, profesor de Lengua y Literatura, reside 35 años en Madrid, núcleo de famosos autores, pero lleva con absoluta lealtad ser “calzadeño”, de la calle Ancha. Los paisanos, agradecidos, demuestran querer al otro Pedro, “el poeta”. Junto a su madre, Magdalena, y su hijo, Héctor, vuelve al viejo desván de la casa, donde siente nostálgicos latidos, utopías del primer maestro, Antonio Machado.
Elegíaco, realista, metafísico, busca veredas interiores, fijando la mirada sobre cosas esenciales. Pedro Antonio crece por el amor a sus raíces, ancladas en barbechos cercanos al castillo de Salvatierra. Le duelen las gloriosas torres (hoy ruinas olvidadas) y cita versos sabios del albañil poeta nacido en Tomelloso, Eladio Cabañero: “Pues quien no se comió los huesos propios,/ las heredadas venas de los padres/ como quien por agosto bebe agua,/ no fue digno de nadie.” (p.13)
“El ruido de la savia”, ritual de 30 poemas con historia, cultura, tiempo fugaz y sucesivo, grandes pasiones (sensual y poética), desgarradora sensibilidad. Autobiográficos testimonios iluminan sus 5 partes, Raíces para un árbol genealógico, El ruido de la savia, El poema y sus ramas, Tu cuerpo entre las hojas y Una rama tronchada; llenas de sudor manchego, manos campesinas y musical ternura: “De mis antepasados/ no aprendí grandes cosas, pero heredé de ellos/ una extraña escritura/ donde podía leerse/ el filo de las hoces y el ruido de la savia.” (p.17)
Viñas, olivos, higueras, profundos ecos y voces infantiles, la figura generosa del padre, Antonio (dudaba que la poesía “diese para comer”). Obrero de mil oficios, hacía hogueras con chaparros y de las brasas, humedecidas, brotaban trozos mágicos parecidos al carbón: “Después, ya muchos años/ después, algunas veces he pensado/ que al escribir poemas/ sólo seguía haciendo picón con las palabras:/ negro picón/ para este duro invierno/ de la vida.” (p.26)
Jornaleros en los tajos de sol a sol: abrían sus ojos antes de cantar el gallo. Nunca supieron que las buenas costumbres y normas sociales ganadas a pulso (protección de parados y desvalidos), serían pisoteadas: ricos aún más ricos y pobres comiendo basura: “Arrieros, capataces, albañiles... Quién sabe/ si alguna vez soñaron a escondidas/ con escudos de armas.//sumergida memoria/ de una estirpe que en barro y en yeso dejó escrita/ su canción sin palabras.” (p.22)
A pueblos, ciudades y naciones los caracterizan diferentes culturas. Todas se basan en conocer, admirar, proteger, cultivar su personalidad. Sólo de pasión y duro trabajo surge la verdad, ese humilde sonido que deja huellas perdurables: “Tú buscabas la voz/ callada de la savia,/ el ruido del poema/ más allá de sus nombres: la estatura/ y el peso de esas sombras que han perdido su cuerpo/ y, sin embargo, crecen.” (p.37)
Árbol de sombras que ramifican sus 80 páginas y vuelan por las dos últimas partes, convertidas en fantasmas del amor: “Escribiré con savia/ cuando se haya secado la tinta/ de los recuerdos./ Será difícil traducir su ruido/ pero será su voz la que te nombre/ y te hable en cada sílaba.” (p.56) Dulces labios perdidos en un fondo sin mar: “ Beberé tus cenizas bien mezcladas/ con vino y con recuerdos,/ hasta que se diluya tu sangre entre la mía.” (p.71)
Lágrimas, estrellas, silencios, tristes palabras desaparecen. Otra luz es posible. El poeta (mi buen amigo) ve caer, rodar por sus mejillas, puras gotas de suave rocío: “Son tus manos la casa; tus ojos, el desván/ donde crecimos esperándonos...” (p.66)
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